20 años atras: «Maldita guerra, nunca más debe volver»

Veinte años después de la ofensiva, LA PÁGINA logra juntar tres relatos de personas que de una u otra forma se vieron involucrados en la ofensiva final «Hasta el Tope» en noviembre de 1989. Uno como combatiente del FMLN, otro como soldado del ejército y un tercero como ciudadano, nos cuenta lo que desde su punto de vista vivieron. Los tres coinciden en señalar que la ofensva fue una locura que jamás debe repetirse.

por Jaime Ulises Marinero

El guerrillero

Nos habían dicho que las comunidades de base se iban a unir en masas. A las 6:00 de la tarde de aquel sábado 11 de noviembre El Salvador sería tierra liberada. Después de  tres días atrincherado dentro de una vivienda en la colonia Santa Marta de San Jacinto, nos dimos cuenta que todo había fracasado, pero ya no podíamos dar marcha atrás. La gente nos tenía miedo hasta repudio.

Yo estudiaba ingeniería civil en la Universidad de El Salvador y era parte de  los comandos urbanos de las FPL. Alguna vez salí a colocar bombas a los postes y a hacer pintas en las calles de San Salvador. No había marcha de la UES o de cualquier movimiento social a la cual no asistiera armado con una escuadra. El 1 de noviembre de 1989, un día después del atentado en FENASTRAS, donde murió  Febe Elizabeth Velásquez y otros ocho sindicalistas, nos reunieron para decirnos que estuviéramos atentos para recibir la orden de una ofensiva final. No nos dieron detalles, solo que estuviéramos atentos

En un taller de fotografía de estudiantes de Periodismo se guardaban más de un centenar de fusiles. La noche del viernes 10 de noviembre estuvimos reunidos en un salón de la facultad de Agronomía y nos dieron la orden de empuñar las armas. Se supone que ya todo estaba controlado, que las masas se iban a levantar contra el gobierno y la Fuerza Armada. En cuestión de horas se concretizaba la revolución. A mi me pidieron que me contactara con Dagoberto Aguirre, un estudiante de periodismo que me iba a dar una docena de fusiles para repartirlos entre los miembros de mi celula.

Temprano del sábado en el taller recibí las armas las cuales sacamos dentro de un baúl por el portón de Ciencias y Humanidades. Las guardamos en la colonia Credisa, por nosotros éramos de las columnas que íbamos a entrar por Soyapango y apoyando a los frentes que hacían su ingreso por la colonia Santa Marta de San Jacinto. Fue hasta las 8:00 de la mañana de ese día que nos dijeron que la ofensiva se denominaba  ‘Hasta el Tope’.

A las 12:00 meridiano ya habíamos almorzado y ya estábamos apostados. Cuando Jeremías, el encargado del grupo dio la orden de incursionar,  cerca de las 6:00 de la tarde se escucharon los primeros disparos, supuestamente era el ataque a la base aérea  en Ilopango. Comenzamos a atacar. Nuestras primeras víctimas fueron dos policías nacionales que daban patrullaje cerca del acceso al teleférico.

Logramos bajar hacia la  Amatepec, pero nuestra sorpresa fue encontrarnos con una fila de soldados que al vernos comenzaron a atacarnos. Nos refugiamos en  varios apartamentos sin pedir permiso. Los residentes lloraba, gritaban y alguien nos dio la orden de que los matáramos si no se calmaban. Lograron calmarse y les dimos tiempo para que evacuaran por la parte trasera, mientras nosotros repelíamos al ejército. Cuando los helicópteros sobrevolaban la zona, nos dimos cuenta que había sido un error permitir que las familias evacuaran porque nos convertíamos en blanco perfecto. Se llegaron las 6:00 de la mañana del domingo  y nadie se levantaba en masas. Cortaron el fluido eléctrico y aprovechando la oscuridad, nuestra columna de 12, que para entonces ya  eramos solo nueve, logramos salir hacia la colonia Santa Marta, bordeando las faldas del cerro.

Ese fue nuestro error, nos tomamos varias viviendas que ya habían sido evacuadas porque ya antes habían estado fuerzas guerrilleras y nos refugiamos. Pasamos tres días escondidos hasta que nos dispararon desde un helicóptero y mataron a otros dos de los nuestros, quienes habían salido a sondear la zona. Nos desmoralizamos, ya solo quedábamos siete del grupo original. Esperamos la madrugada del tercer día para intentar salir hacia la comunidad El Coro y procurar sumarnos a los grupos que habían penetrado por esa zona. Cuando sigilosamente logramos salir, vimos como soldados se habían establecido en la línea del ferrocarril, por donde teníamos que pasar. Nos sorprendieron y hubo un enfrentamientos. Recibimos apoyo de otra columna y de repente ya éramos más de 50 combatientes del FMLN los que estábamos en el ajetreo.

Logramos pasar el cerco y en el bulevard  Venezuela  tuvimos otro enfrentamiento que nos obligó a retroceder. Al menos 10 combatientes desertaron. Aventaron las armas, se cambiaron ropa de civil y se escondieron en algunas casas.

Combate tras combate nos hicieron retornar a la periferia de la  colonia Amatepec, donde ya no sabíamos quienes pertenecían a cual columna. El 17 recibimos la orden de retirada. Cada quien salió hacia donde mejor le parecía. Yo me refugié en una vivienda abandonada y cuando pude salí hacia el centro de San Salvador, como un ciudadano cualquiera.

De aquel grupo de doce muchachos, la mayoría universitarios de diferentes carreras solo cuatro sobrevivimos. Los demás murieron. De los cuatro que sobrevivimos, dos somos profesionales, mientras que los otros dos siguen aún en el movimiento social como sindicalistas.

Dagoberto Aguirre, el estudiante de periodismo que nos entregó las armas, murió en Mejicanos la noche del primer día de la ofensiva. Fue una guerra que jamás debe repetirse.

El soldado

Yo era soldado de alta en la Primera Brigada de Infantería, tenía menos de seis meses de haber causado alta. Precisamente estaba de licencia y tenía que presentarme el sábado 11 de noviembre. A las 7:00 de la mañana me reporté con el comandante de guardia. Como tarea de ese día estaba cuidando uno de los garitones, aunque ya me habían advertido que el lunes siguiente salía en un contingente hacia Guazapa a combatir.

Cerca de la 1:00 de la tarde, del domingo  nos dieron un grito de que nos reportáramos a los sargentos de unidades. Nos pidieron que tomáramos municiones y sin explicaciones nos pidieron subirnos a un camión. En el camino hacia Soyapango nos dijeron que el enemigo había iniciado una ofensiva el sábado  y que era el momento de acabar con la guerrilla. En el camino cantamos dos canciones militares y levàntamos las armas. Íbamos con la adrenalina al 100 por ciento.

Nos bajaron frente a la terminal de buses de oriente y desde ahí avanzamos hacia Agua Caliente, donde comenzamos a disparar a las columnas de guerrilleros que avanzaban. Teníamos refuerzo aéreo. En un momento sentí que ellos eran muchos más que nosotros, pero solo era punto de apreciación y temor. Avanzamos hasta el centro de Soyapango, pero en el camino dejamos algunas bajas. A unos cinco metros de donde me ubicaba vi cuando uno de mis compañeros recibió un disparo en la cabeza. Murió en el acto. En vez de desmotivarnos nos daba más cólera y sentíamos la necesidad de avanzar matando guerrilleros. Logramos avanzar lo suficiente, pero de repente nos disparaban de manera aislada y no veíamos a nadie.

Un sargento nos gritó que le disparáramos a todo lo que viéramos sospechoso, pero desde algunas viviendas salían banderas blancas y nosotros no sabíamos si disparar o permitir que saliera la gente, temíamos que fueran guerrilleros. Al final les permitíamos que salieran y que los socorristas los auxiliaran.

A nosotros nos habían enseñado que muchos socorristas era allegados al FMLN, principalmente los Comandos de Salvamento, por lo que estábamos dispuestos a dispararles si nos sentíamos en peligro. Llegó la noche y repentinamente ya estábamos en el bulevard del Ejército. Subimos buscando el teléferico y alcanzamos a ver guerrilleros escondidos entre los apartamentos. Les disparamos y nos dispararon. Matamos a algunos y dos de nuestros compañeros murieron.  Desde un helicóptero nos tiraron municiones y recibimos la orden de rodearlos. Esperar el tiempo prudecial y atacarlos con artillería pesada si no salían.

Para ser honesto tenía miedo morir. Apenas tenía 21 años y ya era padre de una niña de dos años.  Cuando habían momentos de calma me ponía a orar y le pedía a Dios fuerzas y que pronto los guerrilleros se rindieran para que todo se acabara.

A la mañana siguiente ya no vimos a los guerrilleros. No había electricidad y ellos habían huido hacia el cerro sin que darnos cuenta.  Nuestro grupo se dividió en tres. Unos soldados se quedaron en la zona, otros nos fuimos a la línea del tren y otro grupo, el cual fue casi aniquilado regresó al bulevard del Ejército.

En la línea del tren tuvimos otro enfrentamiento, dos o tres días después. Ahí murieron varios ciudadanos cuando intentaban autoevacuarse. Para ser honesto no si si nuestro grupo o el de los guerrilleros les dispararon.

Eramos menos de 50 soldados y de repente vimos que eran más de cien guerrilleros que disparaban de todos lados. Un sargento nos dio que retrocediéramos mientras llegaba refuerzo. El combate duró tres o cuatro horas. César un soldado oriundo del  cantòn donde yo nací murió destrozado por una bala que le cayó en la cabeza desde uno de nuestros helicópteros.

A los seis días nos relevaron. Cuando llegué al cuartel, me bañé, descansé un rato y luego nos dijeron que teníamos que salir hacia las faldas del volcán de San Salvador.

Salimos persiguiendo a un grupo de guerrilleros y nos enfrentamos con ellos. Regresamos a la base sin ser vencedores ni derrotados.

Cumplí mis dos años de alta en el ejército, seguí estudiando hasta el bachillerato y ahora gracias a Dios tengo mi negocio. Una guerra así es de loco. Que jamás  se repita.

El ciudadano

Eran cerca de la 1:00 de la tarde, estábamos almorzando con mi esposa. Mis dos hijos miraban televisión, cuando se comenzaron a escuchar disparos a lo lejos.  Una noche antes había comenzado la ofensiva. En 1989 eso no sorprendía a nadie. ‘Ya empezaron otra vez’ le dije a mi esposa, quien  no me puso atención`. De repente ella se levantó a darle los desperdicios al gato cuando desde la ventana vio a unos hombres armados. ‘Mirá, esa gente anda armada allá abajo’ me dijo.

Al verlos armados le gritamos a nuestros hijos para que no salieran al patio y les advertimos a nuestros vecinos. Escuchando las noticias nos dimos cuenta que era la famosa ‘ofensiva final’. Echamos doble llave a la casa y nos encerramos cuando escuchamos el enfrentamiento abajo de nuestros apartamentos . Uno de mis hijos me dijo que desde la ventana había visto a unos policías que corrían hacia abajo.

Después supe que dos policías habían sido asesinados en el lugar y que los demás lograron escapar. A eso de las 4:00 de la tarde del domingo 12, los guerrilleros subieron a los apartamentos y se tomaron algunas casas. Un guerrillero nos gritó que abriéramos la puerta o disparaba. Mi esposa y mi hijo menor comenzaron a gritar histéricos. Guardé la calma y abrí. ‘No se preocupe, nos les vamos a hacer nada, solo queremos escondernos’, me dijo aquel guerrillero que no pasaba de 20 años.

Mi esposa sufrió un ataque de nervios cuando vio entrar a otros cuatro guerrilleros. Les rogé que nos dejaran salir, pero no querían. Uno de ellos, el mayor, me dijo que tomara un arma y que mes les uniera, pero cuando les dije que era evangélico y que nunca había empuñado un arma,  me respondió que aunque sea como escudo humano les iba a servir mi familia.

Nos encerraron en uno de los cuartos. A eso de las 5:00 de la tarde abrió la puerta y me dijo que me daba dos  minutos para que saliera y me uniera a la gente que estaban evacuando. Sin cambiarnos de ropa salimos los cuatro. A unos cien metros estaban cuerpos de socorro que nos ayudaron a salir y nos llevaron hasta el bulevard del Ejército, luego buscamos la forma de llegar al centro de San Salvador para irnos a refugiar a la Cruz Roja. Al siguiente día logré llegar donde mis parientes en el barrio Santa Anita. Ahí nos encerramos hasta que terminó la ofensiva.

El 18 de noviembre regresamos al apartamento. Parecía que lo habían cateado, pero mis temores se desvanecieron. Pensé encontrarlo tiroteado o con algún muerto adentro. Solo tenía dos impactos de bala en la pared del frente. Una de las casas vecinas estaba toda agujereada.

Una familia que se quedó a vivir en la zona nos contó que vieron más de veinte cadáveres de soldados, gente civil y guerrilleros. “Un vendedor de queso duro murió junto a su canasta al quedar en medio del fuego. Lo recogieron, se lo llevaron en un camión y lo enterraron en una fosa común. Era amigo de los vecinos y decía que era de Santa Rosa de Lima, nunca supimos si su familia supo que había muerto o es uno de los miles de desaparecidos.

No regresé a vivir  al apartamento hasta diciembre de ese año, luego lo vendí y cambié de domicilio. Mi hijo mayor tiene 30 y ya es profesional y mi hijo menor apenas recuerda el incidente, pues entonces tenía cuatro años. Mi esposa falleció el año pasado de una enfermedad terminal.

Fue una locura.  Estuvimos con mi familia en el fuego cruzado y a punto de morir. Maldita guerra, nunca más debe volver.

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